La bandera de Madrid (IV)
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Goya el tres de mayo de 1808
(viene de la entrada del doce de marzo de 2024)
El pintor figurativo, sostiene Antonio López, ha de crear su obra en base al paisaje que ve. De ahí que este maestro del hiperrealismo sea uno de los artistas que, de un tiempo a esta parte, más ha pintado Madrid. Como ese vecino de nuestra amada ciudad que es, a menudo puede vérsele en la Puerta del Sol con su caballete, tomando unas vistas de tan querido paisaje.
Puede que lo único cierto que dice esta gente que nos gobierna sea su empeño en la descapitalización de nuestra amada ciudad. “Mientras nosotros gobernemos no se abrirá ningún organismo ni ningún museo en Madrid”, anunció en su momento Miquel Iceta. Su sucesor, Ernest Urtasun, ya prepara el espolio del patrimonio museístico madrileño con lo que él llama “descolonización del relato de las salas” a su cargo. La indignación de los madrileños se ha hecho notar, ha sido una de las grandes polémicas de tan desafortunada cartera. El espolio empezará por El Prado, que, como es sabido, tiene su origen en las espléndidas colecciones reales. Luego, está en Madrid porque así lo dispuso la corona española, principal donante de la pinacoteca en su momento. Llevarse sus fondos a otro lugar de España, sin más motivo que restar a Madrid de un patrimonio que le pertenece, es volver a injuriar nuestra ciudad por ese infausto afán de descapitalizarla y restarle atractivo turístico, pues de eso se trata, al fin y al cabo: acabar con la industria madrileña a favor de las de otras partes de España.
Este expolio, en el caso de la obra de Goya es especialmente injurioso e indignante. Aunque aragonés de nacimiento (Fuendetodos, 30 de marzo de 1796), nuestro amado e injuriado Madrid fue para el maestro el escenario de su obra más celebrada. En la villa -la pradera de San Isidro, el heroísmo del paisanaje- y en la corte -los retratos de la familia real, las majas-, don Francisco encontró su mejor inspiración y fue aquí, en la Quinta del Sordo -que se alzó en el antiguo término municipal de Carabanchel Bajo- donde realizó las Pinturas negras, un conjunto de frescos -pasados con posterioridad a lienzos- que, en cierto sentido, pueden entenderse como el pórtico a toda la pintura que vino después, especialmente a la de algunas vanguardias: impresionismo, expresionismo, surrealismo…
Hasta donde yo sé, ni siquiera Picasso -que era más comunista que esta gente que nos gobierna- se llevó fondos de la pinacoteca madrileña -objetivamente hablando, hasta el arte del siglo XX, que no se incluyó en su tesoro hasta épocas recientes, una de las mejores del mundo- a otras partes de España. Nadie ha odiado Madrid tanto como esta gente que nos gobierna, que no ceja en su afán de descapitalizarlo.
Siendo hoy el día de nuestra comunidad, permítaseme reproducir a continuación un texto -publicado originalmente hace ahora un año en Zenda Libros- alusivo al más célebre lienzo que inspiró Madrid, el heroísmo de los madrileños que se amotinaron contra el ejército invasor de mi ciudad, al maestro de la pintura moderna. Un coraje que hizo que Goya, afrancesado como todos los ilustrados, se convirtiese en el mayor apologeta del heroísmo de cuantos se amotinaron en aquella jornada gloriosa que hoy conmemoramos. Va por aquellos valientes:
Otro tres de mayo, el de 1808, hace hoy 216 años, fue martes. Francisco de Goya, por aquel entonces vecino de la madrileña Puerta del Sol, donde a las diez y media de la mañana del lunes Madrid se alzó contra sus invasores, se debate en una de las grandes dudas de su existencia. Afrancesado, como el buen ilustrado que es, todas esas esperanzas, que el aún reciente Siglo de las Luces fue a depositar en la nueva Francia, se han ido viniendo abajo con el duelo que Napoleón mantiene contra toda Europa.
La atrocidad con que las tropas del general Murat han reprimido el levantamiento en las últimas horas, y el coraje con que los madrileños se han enfrentado a la Grande Armée -que, en efecto, es uno de los mayores ejércitos que ha conocido la historia-, con poco más que navajas, tijeras y macetas -los tiestos y el agua hirviendo que las madrileñas tiraban desde los balcones a los gabachos-, han encendido el patriotismo de Goya. Tanta bravura, en breve enardecerá a España entera.
En la tarde de ayer, los que han huido de Madrid, buscando refugio en Móstoles, han puesto al corriente de la brutalidad con que los invasores y sus mercenarios reprimen a los madrileños. Los alcaldes de Móstoles -Andrés Torrejón y Simón Hernández- ya han firmado el Bando de la Independencia por el que se llama a todos los españoles a coger las armas, para acudir en defensa de Madrid y a luchar por la patria. Como lo hicieron quienes levantaron la primera barricada en la calle de Toledo, cuando los mamelucos, y los mercenarios polacos, acabaron con la mayor parte de los madrileños que, al grito de José Blas de Molina -un cerrajero que unos meses antes se había hecho notar en el motín de Aranjuez- se enfrentaron a los invasores.
Casi puede decirse que, aquellas luces de la razón de antaño, se han tornado sombras: las crueldades y los sueños venideros de la razón -diríase delirios-; esa razón que produce monstruos. Todo es visceralidad en el amor a la patria de los madrileños. Ese Goya, que en el número 33 de Los desastres de la guerra (1810-1815) dibujará a dos invasores descuartizando a un cautivo, se gesta en las gloriosas jornadas madrileñas del dos y el tres de mayo. Como comprendió Beethoven, quien pensó dedicar su Sinfonía nº 3, La heroica, a Bonaparte, y cuando éste se autoproclamó emperador, acabó dedicándosela a la memoria de “un gran hombre” -el melómano Joseph Franz von Lobkowit-, Francisco de Goya descubre hoy, de un modo fehaciente, la forma que tiene Napoleón de expandir por Europa las ideas de la Revolución Francesa.
El republicanismo español, que cuando habla de España la llama “este país”, 216 años después aún duda de la gloria madrileña. Dicen que la libertad, como formulación política, es un invento francés y que las tropas francesas la traían. Dicen que fueron los curas quienes alentaron a los chisperos del barrio de Maravillas, a las manolas de Lavapiés y a las majas de La Latina a enfrentarse, con poco más que algún trabuco y las ya ennoblecidas tijeras y navajas, a los mamelucos, una de las tropas más aguerridas que han combatido en Europa.
Pobres madrileños, no les llegan ni al caballo a sus invasores. Pero el artista les sabe enaltecidos por el amor a España. Ya en 1814, cuando pinte uno de sus más célebres óleos, El dos de mayo de 1808 en Madrid (vulgo La carga de los mamelucos), en el primer término presentará a un madrileño, uno de esos valientes que no llegaban ni al caballo de los invasores de España, aguijoneando a la montura. Así es como aguijonea al propio Goya el amor a la patria. Ya no hay afrancesamiento; ya no hay dudas, ni razón que valga. No hay más dialéctica que la de las tijeras y las navajas.
Ante los invasores, que marcan las casas desde donde las manolas les tiran los tiestos, para volver por la noche a quemar la vivienda y llevarse a los hombres para pasarlos por las armas, Goya -madrileño de adopción, aunque aragonés de origen-, no tiene duda. Son tan vividas las imágenes que le inspiran los dos óleos capitalinos -El tres de mayo de 1808 en Madrid (1814), también conocido como Los fusilamientos de la montaña del Príncipe Pío, será el segundo- que todo parece indicar que Goya es testigo directo del heroísmo de los madrileños.
Desde las cuatro de la mañana se escuchan en Madrid las descargas que evidencian los fusilamientos de los patriotas en La Moncloa, en los paseos del Prado y Recoletos. Y en la Puerta del Sol, por supuesto. En aquel tiempo, aún se encontraba ahí la iglesia del Buen Suceso -actualmente reconstruida en la calle de la Princesa-. Algunos de los primeros alzados buscaron refugio en aquel templo. Los franceses tardaron en darles muerte lo que tardaron en sacarles. Goya sabe que mueren vitoreando a España. Eso es lo que nos da a entender el chispero que destaca en la escena de El tres de mayo… enfrentando al pelotón exaltado, alzando los brazos frente a los fusiles.
Cuando se escriba la historia, Isidoro Trucha, jardinero del artista, dará fe a los primeros cronistas de que acompañó a don Francisco, la misma noche de las matanzas, a estudiar los cuerpos de los fusilados. “En medio de un charco de sangre vimos varios cadáveres: unos boca abajo; otros boca arriba en la postura del que, estando arrodillado, besa la tierra”. Ése debió caer mordiendo el polvo, lo que le honra doblemente. Expiró como los guerreros de antaño, que sabiendo que iban a morir lejos de casa llevaban un puñado de tierra de su solar natal para llevárselo a la boca antes de exhalar el último aliento.
Goya también sabe de Manuela Malasaña -que acabará dando nombre al barrio de Maravillas-. Al igual que Clara del Rey y tantas otras madrileñas, que se enfrentaron con las tijeras de sus labores a los dragones franceses y a los mercenarios polacos, se dice que cayó en el cuartel de Monteleón, cuya entrada aún se honra en la plaza del Dos de Mayo. El ejército tenía órdenes de no defender a la patria, siempre gobernada por felones, y en Monteleón predominaban las madrileñas, las famosas majas. Los valientes defensores de aquel parque de artillería -el único que los españoles pudieron sustraer a los invasores, que ocupaban Madrid con el beneplácito de la corona española desde el 23 de marzo- se batieron a las órdenes de los capitanes Daoiz y Velarde, los únicos que comprendieron que había que armar a los madrileños y decidieron hacerlo contraviniendo las órdenes de sus superiores. Murieron al pie del cañón. El teniente Ruiz, de infantería, que estaba convaleciente, se levantó de la cama al escuchar las primeras descargas de fusilería y corrió a unírseles. Salió mal herido de aquel trance.
Goya sabe que los 400 madrileños que han caído en el motín, que no ha durado ni 24 horas, han levantado a España entera. Lo que ha visto va a cambiar radicalmente su obra. El tenebrismo de La romería de San Isidro (1819-1823), una de las más sobrecogedoras de las Pinturas negras, es radicalmente opuesto a la jovialidad de La pradera de San Isidro, el cartón para tapiz que el mismo paraje madrileño le inspiró en 1788. El Goya, que para pintar a las grandes damas de la corte las disfrazaba de majas y manolas, ya es espurio. El gran Goya, el de los monstruos que produce la razón, nace ante la gloria madrileña.
Ha sido un momento estelar de la humanidad porque todo ese tenebrismo que gravitará en su pintura a partir de ahora, influirá a buena parte del arte posterior. Sin ir más lejos, tanto en Manet -La ejecución del emperador Maximiliano (1868-1869)-, como en Picasso -Masacre en Corea (1951)- se registrarán influencias de ese óleo que da noticia de que unos días como ayer y hoy cuatrocientos madrileños y madrileñas, cayeron por alzarse contra los invasores y la felonía que tiranizaba a España. ¡Honor y gloria a todos ellos! Así se escribe la historia.
Publicado el 2 de mayo de 2024 a las 13:00.